viernes, 27 de noviembre de 2009

PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS (XVIII)

Coja usted un poco de Vértigo, otro poco de La ventana indiscreta, una pizca de Crimen perfecto, dos gotas de Psicosis, páselo por el turmix del erotismo, añádale unas cuantas escenas de telefilm de cruceros y evite cualquier aporte del talento de Alfred Hitchcock. Agítelo y… tendrá Doble cuerpo. Brian De Palma es lo que se ha venido llamando un director posmoderno, una especie de Quentin Tarantino adelantado a su tiempo que rodó esta película como si estuviera estudiando para heredar al maestro del suspense.
Aquí, ya desde el título y el argumento, de Palma intenta y consigue engañar al espectador. Un actor fracasado recibe de otro actor al que acaba de conocer el encargo de vigilar su lujoso piso mientras aquel realiza un viaje. A fuerza de espiar a la mujer de la ventana de enfrente, acaba siendo testigo del asesinato de ella y su obsesión por encontrar al culpable le llevará a mezclarse en una trama del mundo del cine, donde –ya se sabe- nada es lo que parece y las apariencias engañan igual que en la realidad. A ratos, Doble cuerpo parece no tener ni pies ni cabeza (dobles, quiero decir).


Su amoralidad, su discutible buen gusto y su evidente mala uva impregnan acaban dándole un aire autoparódico y descacharrante a esta película que quiere ser un ejercicio de estilo y se queda tirada en la cuneta del intento. Pero no todo es malo en la película, y la valentía del cineasta, al asumir el riesgo que supone el enfrentarse a un argumento descaradamente robado, merece un voto de confianza para quien empezó alentándonos con excelentes trabajos como Carrie, Vestida para matar y El precio del poder y que confirmó con Los intocables de Elliot Ness, antes de empezar una cuesta abajo casi imparable. La música de Pino Donaggio –aquel cantante que nos echaba una mano en las calenturas de los guateques, cuando se callaban Los Teen tops y empezaba él con su Io que no vivo seza te– ayuda mucho a elevar un poco el listón artístico de la película. A estas alturas de la vida, creo que sólo se la recomendaría a los aprendices en el uso de la Viagra.



18.- DOBLE CUERPO

A pesar de su nombre, tan internacional, Mary Sugar había nacido en Moratalaz treinta años antes de que José María Aznar designara a su sucesor como si el Partido Popular fuera el Sacro Imperio Romano-Germánico.
Era hija de un inspector de Hacienda que sólo sabía restar y de una buena mujer que nunca salió desnuda a la terraza para regar los geranios, y cuyo único defecto era que trabajaba de compradora compulsiva de los cupones de la ONCE sin horario fijo. Viendo cómo lloraba su hija, nada más nacer, lo primero que pensó es que había sido madre de una actriz.




Mary no empezó mal su carrera. Ya en su primera prueba -cuando andaban buscando una rubia que midiera noventa y cinco de trópico de cáncer para hacer de chica sexy, tonta y muda- el director del casting se fijó mucho en ella. Pero como aquel tipo era enano y bizco, todas las virtudes que acompañaban a la aspirante -de la garganta para arriba, se entiende- le pasaron desapercibidas. Ese liliputiense metido a juez de muchachas sin padrino que querían ser artistas le enseñó a Mary cómo se pueden llegar a torcer las cosas sin saber cómo ni cuándo.
Ella fue advirtiendo, poco a poco, que sólo la llamaban para pequeños rodajes en las páginas centrales de la revista Interviú, donde únicamente le ofrecían papeles en los que sobraban los diálogos y el tanga.
Si alguna vez sugería que su personaje pronunciara alguna frase ingeniosa, aunque fuera un monosílabo, el fotógrafo le contestaba invariablemente que las tetas tenían que ser como los soldados y su obligación era la de permanecer siempre calladas, en posición de firmes, mientras no se les diera orden en contrario.
Milagrosamente, Mary no cayó en el agujero nocturno y canalla de las alcantarillas de Madrid. Ni siquiera en esos momentos en los que el frío hiela el corazón de las chicas sin suerte y sólo ruedan sobre el asfalto de las calles unas ambulancias del Samur que llevan dentro a alguien a quien le ha nevado más de la cuenta -y a rayas- bajo un techo elegante con gorilas a la puerta. Mary no cometió la habitual tontería que cometen tantas mujeres dentro del proceloso mundo del cine: ser demasiado ambiciosa. Así acabó aprendiendo que lo mejor es enemigo de lo bueno y, gracias a eso, ha llegado a ser una reputadísima actriz de doblaje.
Su culo dobla a los de las más famosas estrellas de nuestra actual Cifesa nacional en todas esas escenas de riesgo que suelen tener lugar junto al borde de un precipicio de camas redondas o contra alguna pared manchada todavía con la sangre fresca del último fusilado al amanecer.
Sergio Coello

viernes, 20 de noviembre de 2009

PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS (XVII)

La Invasión de los Ladrones de Cuerpos es una asfixiante película de terror que llevó al cine ese director mucho menos valorado de lo que se merecía y que se llamaba Don Siegel. A Siegel le debemos que sea autor de la saga de Harry el Sucio, entre otras maravillas como Código del Hampa, Estrella de fuego y La jungla humana. La Invasión de los Ladrones de Cuerpos cuenta como en una pequeña localidad norteamericana la gente empieza a comportarse de manera rara y sin motivo aparente.

Cada vez más personas tienen la sensación de que sus seres queridos no son como antes y una especie de histeria colectiva parece adueñarse paulatinamente de todos, hasta que un día alguien descubre una explicación de los hechos absolutamente aterradora. La historia supone una magistral reflexión sobre la lenta y progresiva implantación de cualquier totalitarismo –no importa el color– y denuncia el sometimiento de la sociedad de masas a la pérdida de identidad individual. Hay varias versiones posteriores –algunas nada despreciables como la que rodó el director Philip Kaufmann en 1978 con el título de La invasión de los ultracuerpos– pero clásica lo que se dice clásica sólo es la de este film en blanco y negro que fue creado bajo las premisas básicas del mejor cine de serie B: poco dinero y mucho talento.



Rodada en plena caza de brujas por parte del senador Mc Carthy contra ese supuesto nido de gentes de izquierdas que era el Hollywood de los años cincuenta, enseguida se tachó a la película de parábola anticomunista, cuando precisamente representaba una alegoría demoledora contra el clima de delaciones y renuncias a la libertad personal que se estaba viviendo en Estados Unidos en ese momento. Siegel aplica un perfecto ritmo in crescendo, a la hora de contar una invasión extraterrestre en la que esporas provenientes del espacio dan origen a vainas, de las que surgen copias idénticas de seres humanos, sin emociones, sentimientos ni deseos; seres sintéticos que ni sientes ni padecen. Una invasión implacable e invisible que se parece demasiado a lo que nos está sucediendo ahora a los ciudadanos supuestamente libres.


LA INVASIÓN DE LOS LADRONES DE CUERPOS


En la esquina donde se cruzan la calle 47 y Glow Street hay una librería cuyo propietario fue, en tiempos, Sam Donnelly. Donelly atendía a los clientes como si hubiese pasado la mitad de su vida ejerciendo de embajador en la corte de Versalles pero, en el fondo, amaba la soledad porque -eso decía él- la soledad nunca te interrumpe cuando le das cuerda al reloj de los recuerdos. Sam se acordaba mucho Calpurne, la ciudad en la que había vivido felizmente hasta que se convirtió en una pesadilla.
- Durante tres años justos -contaba a los clientes- nadie me hizo sentirse culpable una vez al día como mínimo.


Entrabas en su establecimiento preguntando por un códice del abate Albert du Champolier y ya no te librabas de oírle hablar tres horas seguidas de Calpurne. Eso sí, jamás dejaba caer ni una sola pista sobre dónde estaba ni cómo llegar allí. Te contaba, por ejemplo, que un día regresó de uno de sus viajes y se encontró las calles totalmente vacías y las puertas de las casas cerradas a cal y canto.
Que no tardó en descubrir que todos sus habitantes -salvo él, por haber estado fuera- estaban crucificados en la cara interior de las hojas de madera, cruzados como tablones para reforzar la resistencia a la apertura. Todo lo que Sam relataba acerca de Calpurne tenía aire de leyenda. Como eso de que unos le echaran la culpa de aquella crucifixión mutua calpurniana a la maligna influencia de una secta satánica y otros, en cambio, sostuvieran que el viento había traído disueltas en el aire unas esporas venenosas desde el espacio que, de uno en uno, volvieron locos clónicos a los cuerdos. Incluso sonó mucho la teoría de que lo habían hecho porque, colmadas todas sus aspiraciones, estaban aburridos y sin ilusión.
Que al no tener nada que hacer ni a dónde ir acabaron llegando a la conclusión de que les sobraban las manos y los pies. Pero Sam sospechaba que aquella suicida propuesta había partido de las autoridades locales, en las que todos confiaban ciegamente. A él le tenía fascinado la evidencia de que, por fuerza, el último de aquellos ciudadanos-lacayos de Calpurne tuvo que verse obligado a hacer de carpintero de sí mismo. Calpurne era, para Sam, el ejemplo perfecto de una de esas democracias formales -formal viene de forma- en las que la forma era la de una cáscara de nuez vacía. Sam solía poner fin a la conversación con su frase favorita:

- No sabe usted cómo lamento no haber estado allí en el preciso instante en que sonó el último martillazo.

Sergio Coello

miércoles, 11 de noviembre de 2009

PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS (XVI)

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Esta película es el símbolo con el que se suelen identificar todos esos partidarios de los aspectos más superficiales y propagandísticos del deporte de competición. Si tendrá marketing la cosa, que tanto el título como la banda sonora han formado parte de miles de celebraciones de empresa, unas conmemoraciones triunfalistas que pretenden, ante todo, conseguir que el burro de una nueva vuelta a la noria y que el agua siga fluyendo desde los cangilones hasta los bancales del huerto.

El espíritu olímpico, esa cosa tan bonita que se ha perdido con los años y que inventó el Barón Pierre de Coubertin, intentando simular la cultura física de la Grecia clásica, sirve hoy también para fines inconfesables. Actualmente, lo Juegos Olímpicos se han transformado en un circo mundial. Los deportistas de elite intentan satisfacer la exigencia a la que están sometidos por un sistema de masas mediático que mezcla banderas de colores, dopajes subterráneos, interesen políticos muy bastardos y esas músicas que se escuchan desde lo alto de un cajón, con una mano en el pecho y los ojos mirando a ninguna parte. Resulta emocionante imaginarse corriendo a Harold Abrahms y Eric Lidell, cada uno con sus creencias, sus ideas, porque todos hemos soñado alguna vez con nadar en las Picornell, correr en el olímpico de Munich, superarnos en Atenas, y aplastar a los norteamericanos negros en la cancha de basket pekinesa, mientras suena la música de Vangelis. Aunque la mayoría de la gente no le guste competir porque sabe que si participara en alguna prueba deportiva es muy posible que quedase un par de puestos por detrás del último. Existe la creencia de que el cine es un buen medio para conocer la historia de la Humanidad. Personalmente, tengo mis dudas y no sé si llevarán razón los que opinan que de las cien creencias históricas totalmente erróneas que hoy tiene asumidas la Humanidad por lo menos noventa y nueve las adquirieron viendo películas como “Carros de fuego”.


16.- CARROS DE FUEGO



A Donald Carrigan le daban cien patadas en la barriga las cervezas tibias. Y ciento una, los gestos de prepotencia política.

- El poder no existe, sólo el abuso de poder - repetía cada vez que tenía uno de esos encontronazos con la administración, cuando coincidía con ella en un paso a nivel sin barreras. Y es que siempre le tocaba a él hacer el papel de bicicleta frente al tren expreso estatal que va a toda marcha. Si se topaba con algún político en la barra del Boston se le subía la sangre a la cabeza. Cualquier otro que no fuera él hubiera visto en aquel rostro electoral los años de cárcel que había sufrido por defender sus ideas prohibidas durante el régimen anterior o el prestigioso árbol genealógico familiar del que procedía. Donald no. A él se le llenaban los ojos de fechas y lugares correspondientes a la larga lista de atropellos de los que aquel tipo se había ido de rositas a lo largo de su carrera política llena de cargos públicos. Donald se había criado en la neurótica New Jersey y era pintor. Gozaba de mucho prestigio gracias a sus exposiciones monográficas sobre el abuso de los poderosos. Su cuadro favorito era

Adán y Eva expulsados del Paraíso, de Angelo Venice.

- Mirad este ejemplo - Decía siempre – Miles y miles de años pagando entre todos el robo de una simple manzana por esa pareja de zánganos subvencionados.



Todo el mundo millonario quería comprar su última pintura mural pero él decía que no había dinero suficiente para pagarla. En ella, aparecía el presidente de la mayor potencia militar y económica dentro de su despacho, bebiendo cerveza Budweiser en lata y a morro como si le hubiesen parido a martillazos en una de esas cadenas de montaje que la Ford tiene en Detroit. Junto a él, podía verse a otra figura -el presidente que había gobernado un país europeo en el que todos sus políticos tenían complejo de inferioridad nacional- que también había puesto los pies encima de la mesa.

Éste daba la impresión de que seguía llevando dentro de la cabeza una de aquellas cuadrillas de gañanes que labraban las tierras de su abuelo cincuenta años atrás. Ambos personajes se divertían cruzando apuestas sobre sus respectivas punterías pero no estaba claro si se referían al orín o a la saliva como munición.


Sergio Coello

martes, 3 de noviembre de 2009

PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS (XV)

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No me consta que al rodar la película Gigante el gran director George Stevens se propusiera de entrada lo que consiguió: explicar mucho mejor que Wikipedia buena parte de la historia norteamericana. Exactamente, ese periodo que abarca desde los tiempos heroicos y canallas de Sitting Bull y Billy el Niño hasta la aparición de la T. P. y otras compañías petroleras.
A través de cincuenta años de una familia tejana –que acaba aceptando, después de decir no muchas veces, una propuesta que no podía rechazar–, en Gigante podemos ver que el futuro ya no es lo que era, cuando el mundo cambió sólo porque algunos prescindieron del engorde de ganado a fuerza de pastos y se pasaron a la adoración de ese dios manchado por un líquido pringoso y oscuro que todavía sigue moviendo el mundo. Interpretada por lo más granado del Hollywood de la época, como Elizabeth Taylor, Rock Hudson, James Dean, Carroll Baker, Dennis Hopper y Sal Mineo, la historia comienza con Jordan Benedict, dueño de una extensa hacienda, conociendo a Leslie en Maryland y casándose con ella.

La vida en el rancho Reata no es fácil para una señorita del Este. Sobre todo si anda por allí James Dean haciendo de capataz; recostándose en una vieja furgoneta, con un pitillo encendido en los labios, y desnudando a la nueva dueña de la cosa con aquellos ojos suyos que se emboscaban bajo el ala de su inquietante sombrero. Algunos dicen que ésta es la mejor película de George Stevens y a mí eso me parece una barbaridad, teniendo como tenemos para elegir Un lugar en el sol, El diario de Ana Frank y, sobre todo, Raíces profundas, pero estoy de acuerdo en que Dean no se pudo despedir de mejor manera del cine y de la vida con esta película que trata, en el fondo, del amor imposible entre un enano y una giganta. La naturaleza imita a arte, ya se sabe. Por eso, antes de que la película se estrenara, un golpe de mala suerte estrelló aquel Pontiac Firebird 550 conducido por la nueva estrella contra un Ford corriente y moliente a cuyo volante iba un estudiante del montón.



“PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS” (XV):

GIGANTE


El tiempo cambia a los hombres pero mucho más a las mujeres. Chase y Woody estaban hartos de que las chicas vivieran bajo la terrible dictadura estética que exigía aquel tono casi transparente para la piel femenina y que entre ésta y el esqueleto no se interpusiera nada. De que no hubiera pasarela “de prestigio” que no exhibiera ese estilo de campo de exterminio.
Woody aún se acuerda de aquel año en que no hubo manera de ver una mujer de menos de cuarenta que llegase al peso mosca. Para alcanzar los cuarenta y cinco -kilos, se entiende- unas recurrían a la chatarra dorada de Cartier mientras las otras echaban mano de algún cirujano plástico de esos que inyectaban la silicona con cuentagotas en el sitio justo. Aquellas muchachas no tenían el centro de gravedad en el ombligo -como las de siempre- sino dentro de la plataforma de sus zapatones fosforescentes. Parecían figuras de alambre subidas a un pedestal de caucho, igual que si fueran esculturas diseñadas por el hijo tísico de Rubens.


Claro que eso no podía durar mucho y no duró. Una tarde Chase y Woody paseaban por el corazón de Nueva York comentando lo que disfrutarían el día que vieran la Quinta Avenida llenarse otra vez de grandes mujeres en todos los sentidos cuando, de pronto, se cruzaron con una de cuyo cuerpo hubieran podido salir un par de Claudias Schiffer y aun le sobrarían tres o cuatro kilos de carne perfumada con Aire de Loewe. A ellos les pareció que el mundo entero acababa de salir de un pozo negro. Era muy atractiva pero tenía la expresión cansada; como si llevara toda la tarde recorriendo sin éxito tiendas de tallas especiales para encontrar alguna prenda concreta a su medida. Aquella tarde lluviosa de Nueva York, Woody -que tenía una debilidad mayor por esa clase de mujeres- le dijo a Chase:
- “Muchacho, esa mujer que acaba de pasar me parece tan hermosa que daría mi Bentley recién matriculado por estar a su altura. Quiero decir que me gustaría ser en este instante, qué sé yo, el Coloso de Rodas, el ogro de Pulgarcito o Gulliver en el país de los enanos para poder ofrecerle sin condiciones -y sin complejos- mi compañía y mi tarjeta de crédito hasta que ella consiga dar con esa prenda que tanto le cuesta encontrar. Bueno y, para qué negarlo, también por la posibilidad de que me invite a traspasar la puerta del probador.”
Sergio Coello