martes, 27 de octubre de 2009

PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS (XIV)

La elegancia es una extraña cualidad que tiene tantas definiciones como maestros. Todos estamos de acuerdo en que besar a una mujer con los ojos, permitirle al contrario que recupere el aliento antes de rematarle o amenizar con “El danubio azul” sobre la cubierta del Titanic el propio naufragio, son gestos elegantes.

Sabemos también que puesto que la elegancia es un eje de ordenadas y la moda una línea vertical asíntota, ambos sólo coincidirán en el infinito. Por eso resultan tan horteras algunas formas de vestir pseudo-elegantes que han estado de moda, como esa de protegerte los ojos con unas gafas de sol Dolce&Gabanna de la media luz que envuelve cualquier garito sin encanto, cubrirte la oreja derecha con la visera de una gorra de béisbol o enseñar el borde superior del tanga por debajo del ombligo. Dicen las malas lenguas que el elegante nace y no se hace. Igual que esas rubias de carne y hueso que parecen haber sido engendradas por el óleo que destilaban los pinceles escurridos de Modigliani.

Un rico de nacimiento, ya se sabe, jamás sudaría otra cosa que unas gotas de Gucci per uomo y para que se produjese tal milagro sería necesario que le enviásemos a un lugar del desierto donde uno orina vapor de urea. Nada hay tan patético como esas ceremonias de boda clónicas de si mismas en las que el novio y el padrino tienen que cambiar su habitual camiseta sudada con la imagen de Ho-Chi-Ming por un esmoquin alquilado que necesariamente ha de ser más ancho que largo para que quepan dentro los hipopótamos. Lo único elegante que aparece en la película “Rubi Cairo” –aparte de la fantástica Andie Mac Dowell, quiero decir– es ese empeño de una supuesta viuda por encontrar las razones de su marido muerto mientras la intriga la lleva a recorrer medio mundo.

Cada nueva ciudad es una sorpresa a su medida y acabará por comprender lo que cualquier adulto casado debería saber de antemano: es perfectamente posible que la persona que duerme a nuestro lado todos los días durante cuarenta años sea una perfecta desconocida.


“PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS” (XIV): RUBI CAIRO

De entre todos los que en el curso del cuarenta y cuatro se doctoraron en Matemáticas dentro de las selectivas aulas de la Universidad de Columbia, Barney Pitt era el único que podía pasar por dandy. Los otros estudiantes no existían para los exquisitos ojos color turquesa de aquellas distinguidas señoritas de Columbus con las que compartían pupitre.

Se veía a cien leguas que ellas no soñaban decir “si quiero” ante el altar junto a uno de aquellos muchachos becados por su talento sino al lado de algún pretendiente de sangre azul-petróleo. Otra cosa distinta era la cuestión de la pérdida de la inocencia dentro de un cadillac descapotable de color rojo. Para eso valía cualquier canalla de buen ver como Barney, por ejemplo. De él sí que veían el corte perfecto de sus trajes cada vez que se lo cruzaban en los pasillos.

Los demás, en cambio, pasaban desapercibidos porque se trataba de americanos profundos, fulanos desgarbados incapaces de distinguir un frac de una levita. Los pobres creían que el colmo de la elegancia era la Fórmula de la Integral de Poisson, por haber resuelto de manera señorial ese problema de Dirichlet acerca de los valores-frontera de una función armónica.

La única vez que aquellos muchachos se ajustaron el nudo de una corbata fue para asistir al baile de graduación, pero sus aristocráticas compañeras se negaron a saludarles y se comprende. Parecían una reata de recién ajusticiados en la horca. Daban la impresión de que se les había olvidado devolver la soga al verdugo después de abrirse la trampilla bajo sus pies.



Todos ellos, excepto Barney, abandonaron el baile en fila india; humillados, como si se encaminaran por su cuenta u directamente al cementerio para no deberle a la Iglesia ni el último viaje. Barney, en cambio, era de otra pasta. Se colocaba un sombrero en la cabeza y al instante aparecía por el campus un productor de Hollywood gordo y judío rogándole que aceptara el papel de protagonista en El Gran Gatsby. Cuando Barney se enteró de que el actor Omar Sharif había puesto una tienda de ropa en Madrid donde se vendían camisas que no necesitaban plancha, se presentó allí de inmediato. Llegó, vio y compró; lo mismo que un Julio César de Armani que estuviera al frente de modernas legiones de Roma formadas por una juventud bruta de pantalón tejano y camiseta sin mangas. Con la cabeza cubierta con una gorra de visera curva para que no le pegase la luz del sol ni la del entendimiento en la frente, Barney salió de la tienda luciendo una de aquellas camisas tiesas. Iba hecho un faraón. Como si su destino inmediato fuese el Valle de los Reyes o una de esas esquelas herméticas como sarcófagos que publica los domingos el ABC.
Sergio Coello

lunes, 19 de octubre de 2009

PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS (XIII)

Estamos en la fría Europa del norte en mitad del siglo XIX. Un vehículo avanza a través de la niebla, entre traqueteos, hacia cualquier ciudad. En él viajan una trouppe de magos y vendedores de ilusiones inexplicables para el profano, que se asombra y aterroriza de ese poder oculto tan propio de seres errantes. El inicio de El rostro es puro expresionismo alemán: la apariencia, el juego de los espejos, la máscara y su doble; el enfrentamiento entre la ciencia y el arte. En esta película da miedo todo, hasta la belleza sobrehumana de Ingrid Thulin.



El cine de Ingmar Bergman ha producido tanta bibliografía como el descubrimiento de América. El ascua de las películas de Ingmar Bergman han intentado llevársela hasta sus sardinas los católicos fervientes y los ateos contumaces, los admiradores del cine clásico de Dreyer y los godardianos que flipaban con el desmadre sesentayochista del mayo francés. De las películas del famoso director sueco han hablado bien carcas de pelo en pecho, progres con la trenca de color marrón e intelectuales estructuralistas, de esos que cogen un puzzle terminado y lo convierten en cinco mil piezas sueltas sin el menor sentido.


Alguna vez el propio Bergman ha explicado que hizo esta película como una pequeña venganza artística contra sus vecinos durante el tiempo en que vivió en Malmoe y los actores sólo eran aceptados socialmente cuando llevaban puesta la máscara. En El rostro se enfrentan el orden racional de las cosas y los hechos inexplicables que parecen proceder de un mundo ignoto movido por fuerzas misteriosas. La visión de esa lucha no es simplista, ni maniquea. La pírrica victoria del ilusionista –basada en trucos y engaños– y el “deus ex machina” final, con los artistas despreciados por los prohombres de la ciudad pero invitados a actuar en el palacio real, no sólo forman parte de un vistoso fuego de artificio; también invitan al espectador a una reflexión moral sobre las grandes verdades y mentiras que nos contamos a nosotros mismos.


“PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS (XIII)”:

EL ROSTRO



Kyle Morrison vivía de noche porque, según decía él, de noche todos los gatos son pardos, incluidos los tigres. En una de ellas, conoció en el Miami a un tipo de ademanes extraños que después de apurar su quinta copa de ron añejo le dijo que vivía de la muerte. En el desarrollo de la conversación, Kyle no encontró un momento propicio para preguntarle a aquel fulano si era enterrador o carroñero y, tras la despedida, le entró ese desasosiego permanente que te produce el adiós de alguien que desearías fuera definitivo pero sospechas que no va a ser así porque el reencuentro huele a inevitable por predestinado. Como si quedase pendiente entre ambos alguna cuestión tan vaga e imprecisa que no está claro si de ella eres tú el deudor o tienes la obligación de satisfacerla. Podrías sentarte tranquilamente durante años a esperar cuál de los dos mueve pieza primero en ese ajedrez imaginario, sin tener la menor idea de si juegas con blancas o negras.
- Después, a solas en casa, -contaba Kyle a sus amigos- me asaltó una duda inquietante: si llega ese momento, ¿seguiríamos ambos en la misma igualdad de condiciones? Eso me ha quitado el sueño y no le podido recuperar ni bebiendo aquel mismo ron de caña que tomaba ese tipo.


Un ron cubano llamado Legendario con el mismo color que la piel de una chica habanera que conocí en Cuba hace un par de años. A sus veintidós, ya estaba viuda y cansada de serlo. Creo que ella me envía las botellas como aviso; para que no me olvide de la boda que le prometí una noche en la que me hizo crecer y multiplicarme hasta beberme siete mojitos en dos horas. Pero, joder, es que ella me hacía de vaso. En sus cartas suele preguntarme cuándo le voy a enviar el billete de avión pero yo me hago el loco y le contesto que sólo falta que mi ex-mujer firme los papeles del divorcio.

Porque, claro, no sabe que no tengo mujer ni la tendré jamás. Después de todo, ese ron tampoco me cura el insomnio y estamos en paz. Por cierto, aquel tipo tan siniestro que conocí la otra noche en el Miami no sé si será su ex-marido. Puede que se haya cansado ya de estar muerto y se haya venido aquí, como todos ellos, a ganarse la vida en el boys del tanatorio. Vivir de la muerte, lo que se dice vivir de la muerte, ya no lo hacen las gentes sin alma sino las almas sin cuerpo.

Sergio Coello

jueves, 15 de octubre de 2009

PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS (XII)

Las huelgas obreras han sido un tema recurrente para el cine y muchas veces la pantalla nos ha mostrado ese silencio inquietante de las máquinas dormidas dentro de la fábrica mientras fuera, en la calle, atronaban los gritos de unos tipos en movimiento vestidos con monos de trabajo manchados con la grasa de la Historia.

Con la excusa de narrar estos episodios de los que está salpicada la epopeya de las luchas obreras se han hecho obras maestras como La sal de la tierra de H.J. Biberman y Tout va bien de Jean Luc Godard; películas notables como La venganza de J.A.Bardem y Norma Rae de Martin Ritt y bodrios infumables, cuyo título no merece la pena destacar; ya saben, películas de esas que han sido hechas por gente que ignoraba una verdad incontestable: después de ver la pionera de todas ellas –La huelga, del gran padre ruso del cine Serguei Eisenstein, a mayor gloria de la revolución bolchevique– no te entran ganas de hacerte comunista sino director de cine.


No ha sido tan frecuente, en cambio, ver tratado en la pantalla la peliaguda cuestión del plante laboral desde el punto de vista maldito –y tan políticamente incorrecto– del esquirol; ese traidor a la causa que también tiene su corazoncito y unas razones que el corazón de los demás no entiende. En Amargo silencio, una película inglesa de los primeros sesenta, Richard Atemborough interpretaba el papel de un trabajador que, por razones éticas, se negaba a secundar una huelga convocada por sus compañeros porque la consideraba injusta e ilegal. En Casta invencible Paul Newman se dirigía a si mismo interpretando el papel de un empleado de una empresa maderera que decide resistir las presiones de sus compañeros para que participe en una huelga contra la empresa, precisamente porque esas presiones se convierten en un insoportable ataque a su libertad personal. La moraleja es desoladora: Luchar por una causa en la que no crees, quizá rompa algunas de las cadenas que atan al resto de mundo pero es seguro que hará de ti un ser mucho menos libre.


“PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS” (XII): CASTA INVENCIBLE

Hasta que conocieron a Jack Mahoney, los del Ceilán jamás pensaron que pudieran existir tipos como él. Hombres de una pieza que por haber sido engendrados de golpe y sin vacilaciones carecían de remaches, rodamientos y tornillos. Hasta parecía que tuvieran el esqueleto formado con un solo hueso. Fulanos de esos que se destrozan un brazo en un accidente, por ejemplo, y resulta que hay que cambiarlos enteros porque no existen piezas sueltas para la sustitución. Jack era uno de ellos. Antes de plantarse delante de los piquetes pro-huelga general, se estuvo arrancando con las uñas toda la silicona que los comandos informativos le habían puesto entre las piernas aprovechándose de que estaba dormido. Pero Jack tenía que trabajar al día siguiente -había sido contratado para interpretar su primer papel protagonista en una película porno- y no estaba dispuesto a que nadie le robara su libertad de fracasar o no en aquella primera oportunidad.


Tenía tal dominio de sí mismo, también del ombligo para arriba, que sabía dejar al ralentí el motor de su alma con turbo para superar esos malos momentos en que los demás siempre acabamos explotando para que, al final, el enemigo recoja luego nuestros pedacitos y los recomponga a su gusto con pegamento. Esa capacidad de aguante le venía a Jack de cuando era niño. El día en que cumplió ocho años, su padre le regaló la obligación de asistir al colegio. Su progenitor le cogió de la mano y se dirigió a la escuela pensando en dejarle allí, sentado en un pupitre, para volver a recogerle al cabo de un par de lustros cuando las instituciones ya hubieran hecho de él un hombre de provecho. Lo malo es que el padre se equivocó de puerta y le dejó en el interior de una fragua, sentado sobre el yunque. Jack no llegó a graduarse en Secundaria pero fue adquiriendo un temple de acero que le convirtió en la envidia de los maleables que se adaptan a todo y un ejemplo a imitar -con el fin de corregirse, se entiende- para cuantos plomizos poblaban el mundo. Se cuenta que cuando llegaba hasta el escaparate elegido como punto fijo de encuentro para sus citas románticas, no había espada, daga o florete que no le tirara los tejos. Gracias a ese autocontrol, el día del Paro General Jack no se llevó por delante los sólidos argumentos que los huelguistas habían plantado delante de la puerta de entrada a los estudios Univestal Pictures, atropellándolos sin contemplaciones como si fueran barricadas de quita y pon.

Sergio Coello

viernes, 2 de octubre de 2009

PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS (XI)

Un hombre tranquilo es un tipo pasado de moda. Los ciudadanos modernos, en general, son rápidos, agitados y nerviosos y puedes sacarles de quicio si les sugieres que la virtud está en el término medio. Ellos prefieren mecerse a toda velocidad en el tobogán de temperaturas de una sauna finlandesa. Pídeles calma en cualquier momento que no sea el inmediatamente posterior a un orgasmo y reaccionarán como si les hubieras mentado la madre. Hubo un tiempo en que, entre las luces puntuales del amanecer y las sombras alargadas del crepúsculo -cuando el sol tapaba su cara rojiza con el pico del pañuelo verde de un cerro-, al ser humano le daba tiempo a no hacer nada porque un día podía durar día y medio a poco que lo estirara.



De todo eso habla El hombre tranquilo, una película en la que John Ford daba rienda suelta a su nostalgia por las raíces celtas y su añoranza de aquella Irlanda en la que habían nacido sus padres. La historia es una soberbia combinación de drama y comedia, donde se mezclan el regreso a casa, una tormentosa, apasionada y cómica relación amorosa con la indomable Mary Kate Danaher –espléndida y pelirrojísima Maureen O’Hara– y muchos enfrentamientos con su futuro cuñado –interpretado por Victor McLaglen– que se niega a darle la mano de su hermana al tipo que le ha robado unas tierras. Hay mucho de todo eso que nosotros vimos de niños en nuestros mayores: secretos dolorosos que persiguen a los protagonistas hasta el otro lado del océano, ceremoniales que el protocolo marca para el noviazgo rural, paseos, citas, bailes y encuentros entre la pareja, siempre vigilados por unas miradas con cerrojo que parecen cinturones de castidad. La película es un bálsamo milagroso, eleva la moral y sana las enfermedades del alma. Fábulas maravillosas como ésta son las que nos hacen envidiar la vida plácida y placentera de lugares como Innisfree, ese paraíso infantil que hemos perdido todos desde que nos hicimos adultos.


“PELÍCULAS BRILLANTES, HISTORIAS OSCURAS” (XI) :

EL HOMBRE TRANQUILO


George Denver era un tipo muy tranquilo. Cuentan que le daba tiempo a fumarse un cigarrillo entre dos latidos consecutivos de su corazón calmoso como la superficie del agua que hay dentro de un vaso. Empezó a darles buenos consejos a sus amigos únicamente cuando ya no tuvo edad para seguir dándoles mal ejemplo porque el estómago y la próstata se le convirtieron en dos estuches de virtudes, tan grandes como inútiles.



Algunas tardes, él y su amigo Rudy volvían un poco cargados por dentro con las cervezas frías que servían en la barra del Trocadero; aquellas cervezas literalmente heladas que bajaban por la raya del esófago igual que bajaría un alud de nieve por las torrenteras del Aconcagua. Cuando ambos estaban bajo esas condiciones de presión y temperatura, a George le daba siempre por hacer filosofía, gratis total, en la calle. Engolaba la voz como si estuviera interpretando una escena teatral y quisiera lucirse con sus reflexiones delante del público transeúnte:

- Verás, chico, hay ocasiones en que te puedes tomar el paso por la vida como si se ésta fuera el vuelo de una mariposa sobre una rama de hinojo en flor. En fin, ya sabes, disfrutar del aroma y de esos colores verde y amarillo que tiene el arbusto y que merodee sobre él la Madame Buterfly que todos llevamos dentro. En esos momentos nunca te pasaría por la cabeza que algunos de esos tallos sobre los que estás a punto de posarte andan estudiando biología para ser asesinos el día de mañana. Yo lo comprendí aquella primavera que viví en España. En la primera feria veraniega a la que asistí ya pude ver aquellos palitos convertidos en puñales que atravesaban el corazón de las berenjenas, previamente borrachas de vinagre de Valdepeñas y amortajadas con un pimentón en polvo que crían allí en una región llamada La Vera. Por eso, a ratos, los hombres podemos ser felices si logramos hacer la vista gorda cuando nos cruzamos con la maldad. Sinatra le llamaba a eso vivir his way; a su manera. Pero en otras ocasiones, muchacho, la vida se parece demasiado a un puñetazo de Joe Louis en la boca del estómago. Y entonces si que no te queda otra que afrontar la encrucijada, eligiendo tu propio camino. O respiras hondo hasta que se te pase el dolor -un dolor que inevitablemente acabará volviendo a ti cada vez que recuerdes aquella manaza negra- o dejas de respirar literalmente y así le obligas a él a acordarse de tu entierro durante el resto de su vida.

Sergio Coello