domingo, 18 de noviembre de 2012

Siempre nos quedará... Berlín


        Berlín tiene algo de ave fénix metropolitana; siempre resurge de esos escombros con ceniza a los que la reduce la Historia, una vez o dos por siglo. Asediada o destruida por la peste, la Guerra de los Siete Años, la invasión napoleónica, las potencias aliadas de la Gran Guerra y los ejércitos ruso y norteamericano, tras la caída del Tercer Reich, Berlín pierde a menudo el cuerpo entre las propias ruinas pero mantiene incólume su espíritu dentro de algún cascote. Y en ese hálito de vida está escondido el espíritu de Europa. Como todas las grandes ciudades del mundo que valen la pena, no fue casi nada antes de ser Berlín; apenas un par de aldeas de pescadores en el siglo XIII que convirtieron en burgos los Margraves de Brander. Varios siglos más tarde volvió a ser partida por otro río paralelo; un río macizo de hormigón armado hasta los dientes y lleno de dibujos y versos que aún se vende en pedacitos plastificados con forma de llavero hortera o de colgante de gargantilla para esa gente capaz de adornarse con pizcas del sufrimiento humano. Más de veinte años después de la caída de ese muro, todavía sigue existiendo el psicológico, que es el más resistente.   


 
  Recuerdo que entré por la Karl Marx Alee (Avenida de Carlos Marx) porque venía de Praga y empecé descubriendo la ciudad por su lado menos amable. Centenares de grandes bloques de viviendas -todos idénticos en su grisura- se alineaban a ambos lados de la calzada. Son frutos de la política de vivienda del socialismo real, que practicó este tipo de construcción --más feista que sobria—y que supuso, si duda, un cambio milagroso en las condiciones de vida de rusos, rumanos y búlgaros. Aunque en la República Democrática Alemana y, particularmente, en la zona oriental de la capital, tuvieron que ser impuestos por el bigote de Stalin, que  rechazó personalmente la propuesta de los arquitectos berlineses, mucho más alemanes que comunistas. Éstos pretendían reconstruir la ciudad con criterios ambiciosos desde el punto de vista urbanístico pero Stalin estaba convencido –con razón– de que una ciudad de moderno trazado burgués acabaría aburguesando a los trabajadores.                       
      
Berlín es una especie de ciudad-universo. Dicen que uno puede encontrar en ella, si se queda a vivir el tiempo suficiente, que no fue mi caso, todo eso que descubren los viajeros impenitentes cuando dan la vuelta al mundo en ochenta días. La Puerta de Brandenburgo, por ejemplo, me parecía que estaba rodeada de fantasmas de aquellos muchachos que un día fueron acribillados a balazos por haber sucumbido al deseo de probar la fruta prohibida de vivir un metro más allá de donde vivían. Y junto a ella se encuentra el Hotel Adlon, uno de los de mayor ringorrango del mundo. Su entrada suele estar custodiada por unos gorilas de dos metros de altura -con la cabeza afeitada y las gafas oscuras de Koyak; seguramente porque su papel consiste en espantar a los turistas, a manotazos, como si fueran moscas, cuando éstos pretenden acceder al Hall principal para hacer fotos iluminadas con el flash de la envidia.

     Se puede recorrer de punta a punta este Berlín cosmopolita, lleno de gentes de todas las razas y países, de muchas maneras: en tren, en metro, en tranvía, en taxi o en bicicleta y sin que tengas que echar mano del Winchester 73 o de un notario. Sus calles -no hablo de los barrios extremos marginales- respiran civilización igual que las alcantarillas del Harlem neoyorquino respiran vapores con ese apestoso olor a cubos de basura que aflora a la pantalla cuando vemos películas negras. El Tiergarten no es un parque sino un auténtico bosque animado por músicas que flotan en el aire y permanecen emboscadas bajo los tallos de un césped verde e intacto al que no han conseguido doblegar las zapatillas de los deportistas ni las botas de los neonazis. El ayuntamiento berlinés ha reducido el vandalismo de los gamberros a la mínima expresión gracias a unos policías grandes como armarios de dos puertas que pasean acompañados de unos perros-lobos inmensos con el morro encajado en un cubo de cinc igual que aquellos que usábamos antaño para sacar agua fresquita del pozo.  En el Museo Pérgamo, pongo por caso, el peso de la cultura clásica es de una belleza casi agobiante: allí están el Altar Helénico de Homenaje a Zeus, el Portal de la Plaza del Mercado de Mileto y una buena parte del friso que decoró el Palacio Real de Babilonia. Dentro de ese pedazo de Historia uno se siente dueño del mundo por un rato, rodeado de leones con alas como Nabucodonosor. El Berliner Dom (la Catedral), el Altes Museum (Antiguo Museo) y la Nationalgalerie rodean una gran explanada, que yo vi vacía y en obras en una mañana soleada, así que me imaginé la celebración que tuvo lugar allí mismo, hace más de sesenta años, cuando el Partido Nacional-Socialista alemán la llenó de uniformes grises con cruces gamadas en los brazos, águilas de dos cabezas, estandartes verticales con esvásticas y un griterío organizado con muchos “!heil Hitler¡” que desafiaban al cielo y todavía hacen temblar a quienes fueron sus víctimas y sobrevivieron.



    El Berlín, uno se siente más pequeño que en otros lugares, si -como me ocurrió a mí- va a pie desde allí hasta la Puerta de Branderburgo por la avenida Unter den Linden (literalmente “Bajo los Tilos”) y luego descubre, al otro lado, la inmensa ruta que forman el trío rectilíneo Strasse des 17 Juni, Bismarckstrasse y Kaiserdammstrasse, y que lleva hasta el corazón del Berlín occidental.

         A lo largo de varios kilómetros uno puede darse un paseo por cuatro siglos de Historia y diez generaciones culturales: la Ópera, la Universidad Humboldt, el Palacio de la República, el Ayuntamiento Rojo, el Reichstag, la Columna de la Vitoria coronada por esa diosa que dicen que es de oro auténtico y las ruinas parciales de la iglesia Kaiser-Wilhelm con la construcción modernista del nuevo templo a su lado; un prisma lleno de luz y color que es distinto según sea de día o de noche. El conjunto horroriza a algunos exquisitos pero a mí me pareció que hacía la plaza más hermosa todavía por contraste entre la muerte y la vida. Y es que todos los monumentos berlineses están llenos de metralla y resurrección.

 La capital tiene, como toda Alemania, una pésima fama gastronómica pero en una calle recoleta del barrio judío, frente a la iglesia de San Nikolai, hay pequeños restaurantes llenos de encanto donde deshacer el equívoco de que sólo hay dos menús alemanes fijos: filete de cerdo con patatas y salchichas de cerdo con patatas.


Cuando abandoné Berlín -la estancia duró pocos días- me traje la sensación de que dentro de cincuenta años posiblemente sólo habrá cinco naciones en el mundo y ya sé cuáles van a ser sus capitales: Shanghai, El Cairo, Nueva York, Sidney y Berlín. El resto sólo serán miles de millones de provincianos luchando contra ese paleto entrañable que todos llevamos dentro.         

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