martes, 1 de enero de 2013

Siempre nos quedará... Londres


      Londres es el lugar más inglés del mundo pero resulta que hay muchos mundos y casi todos están allí, dentro de esta ciudad monótona y variopinta a la  vez. Nada más llegar uno a la capital de Inglaterra empieza el desfile de tópicos ante sus ojos: clásicos taxis negros con pantalla protectora, cabinas telefónicas de color rojo, autobuses de dos plantas, policías uniformados y con gorro de visera circular que blanden su cachiporra de adorno --o no tan de adorno--, los penachos de los cascos de esos guardias del palacio de Buckingham moviéndose al compás de la cola de sus caballos sobre el césped de Saint James’ Park, la lluvia fina en los cristales de los coches que van al revés, la espesa niebla en las esquinas de los muelles medio abandonados de Saint Katherine junto al río, algún bombín sobre la cabeza del ejecutivo al que le ha crecido en la mano derecha un maletín blindado o la típica panda de hoolligans del Arsenal, empapados hasta el tuétano de cerveza.





Por desfilar, en Londres desfila hasta el río Támesis; que lo hace con flema británica entre el puente de Battersea y el colgante Tower Bridge mientras los barcos se quedan varados en mitad de la corriente porque hace mucho tiempo que cambiaron el ancla por una carta de menús donde se puede comprobar que los ingleses comen para vivir y no viven para comer.


     Claro que si uno es capaz de resistir esto, enseguida se topará de bruces con todos los habitantes del planeta. Bueno, quizá esto sea una exageración y sólo se trata de una muestra estadística bastante exacta del género humano en donde no falta ningún ejemplo: cocineros italianos sosteniendo el disco de pasta con el dedo índice, veinteañeras gaditanas que dan palmas por alegrías en su día libre de “au pair”, pakistaníes con o sin lavanderías hermosas, músicos caribeños, conserjes árabes, esquimales que alimentan el fuego de alguna caldera oficiosa, budistas del Nepal, australianos que parecen clónicos de Cocodrilo Dundee, masais que desertaron del Kilimanjaro y tuestan hamburguesas en plena calle, universitarios madrileños que friegan platos nueve horas al día para romper a hablar en la lengua del imperio, chinos continentales o de los otros que anuncian pisos en el pecho y la espalda y japoneses que vienen a comprar los derechos de la biografía de Diana de Gales en nombre de la Sony, ahora que se ha apoderado de los estudios Columbia Pictures. Nunca he visto una representación tan perfecta de la variedad de razas y estilos que componen la humanidad como aquella media hora que pasé sentado en un banco de la acera derecha de Oxford Street donde todas las gentes se movían llevando en la mano una bolsa -o varias- luciendo la marca de la tienda en la que acababan de tener un breve romance con la caja registradora.


   Aunque nadie lo asegura formalmente, parece ser que donde hoy está Londres hubo antiguamente una colonia celta llamada Llyn-Din de la que surgió más tarde el Lundinium romano. En el año 43 D.C. el emperador Claudio ocupa formalmente la Britania y cuatro años después los romanos construyen el primer puente de madera sobre el Támesis, al este del actual London Bridge. A mediados del siglo V se retiran de la isla las legiones de Roma y ésta es ocupada por anglos, sajones y jutos, pero su importancia comercial no deja de crecer. En los siglos VIII y IX la ciudad es saqueada varias veces por los vikingos hasta que Alfredo el Grande la fortifica, haciéndola capital del reino. Pero fue el duque de Normandía, Guillermo el Conquistador, quien consiguió ser formalmente coronado como primer rey de Inglaterra y, desde entonces hasta ahora mismo -pasando por Enrique VIII, el rey barbazul, la estrecha y bajita reina Victoria, los bombardeos alemanes durante la II Guerra Mundial y los actuales bolsos “imposibles” de la reina Isabel II- la importancia de Londres no deja de aumentar como la masa de un souflé que no terminara de hacerse nunca del todo.

        No puedo dar una visión meticulosa y serena de Londres porque vendría a contradecir el espíritu de esta serie de artículos hechos a golpe de primeras  sensaciones y atmósferas. Para explicar la City, como Dios manda, ya estaba mi amigo, el jerezano Fernando García-Pelayo al que tanto echo de menos, que vivió en ella en lugar de estar allí de paso, como yo. La primera vez que visité Londres fue durante la Semana Santa del año 1979 -cuando aquí caían chuzos de punta mientras allí disfrutábamos de un sol espléndido- y recuerdo el aire estirado y orgulloso de los taxistas londinenses, la sombra de displicencia con la que trataba la capital de Inglaterra a los españoles de entonces y mis fantásticas visitas a la Estación Victoria, la National Galery, la Torre de Londres, la Abadía de Westminster, la Catedral de Saint Paul, el “cambio de guardia” de Buckingham Palace, la estatua de Peter Pan en Kesington Garden, el rastro de Portobello Road, el “speaker,s corner” de Hyde Park -con sus charlatanes- y Picadilly Circus, donde hay un famoso cabaret-retaurante, “el Coockney”, en el que se celebraban espectáculos del ambiente “canalla” de  Londres en su propio dialecto barriobajero. Todo ello, quiero decir, además de comprar ropa como todo el mundo en las tiendas de Carnaby Street y King’s Road; más barata entonces que la española. Tampoco me perdí la visita al Parlamento inglés y a su Big Ben, bastante negruzco aquel año, por cierto- que parece estar allí para que el mundo se entere -mirando su reloj infalible- de cuál es la hora exacta en la Tierra, Aunque yo sé que ésa no es la verdadera razón de su existencia sino que -como la Estatua de la Libertad de Nueva York o la Torre Eiffel de París- ha sido levantada con el fin de ahorrar tiempo y dinero a los productores de cine para que desde el primer plano de la película con cualquiera de estos edificios uno sepa ya dónde va a suceder la historia que se contará en la pantalla.


      He vuelto bastantes años después y me he dado cuenta de que las cosas han cambiado mucho. Los españoles salen de la aduana por la puerta de los ciudadanos europeos sin que nadie los mire con el ojo avieso y hasta algunos ingleses –especialmente, los dependientes de las tiendas-- se esfuerzan en hablar español si te ven cara de comprador seguro. Después he dedicado más tiempo a recorrer el British Museum, donde está catalogada la mitad del antiguo Egipto tras desmontarlo, pieza a pieza, en su lugar de origen con destino a este lugar más seguro y rentable. También he paseado tranquilamente por algunos barrios emblemáticos de Londres: las elegantes y recoletas plazuelas de Chelsea, el bullicioso e inquietante Soho -lleno de exotismo juvenil- y las señoriales fachadas de Westminster.
    Las calles están limpias, los transportes públicos funcionan como un reloj y no hay trileros junto a esos leones que protegen la columna del almirante Nelson en Trafalgar Square. Claro que no me atrevería a deducir que todo eso se debe al hecho de que Londres, hasta hace poco tiempo, no tenía alcalde ni ayuntamiento sino unas cuantas juntas de distrito descentralizadas.     

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