domingo, 10 de noviembre de 2013

Siempre nos quedará... Fez

      Fez está situada en el norte de Marruecos y tiene unos dos millones de habitantes.  Se trata de una de las cuatro “ciudades reales” –junto a Mèknes, Rabat y Marrakech- y está asentada en una fértil cuenca regada por la corriente del río Uadi Fès. Antes de llegar a la ciudad hay que atravesar una zona del Rif con miles de olivos recién plantados, de medio metro de altura, y grandes viñedos que han dado un vino famoso para disfrute de turistas no islámicos. Fez es una encrucijada de caminos donde confluyen vías de comunicación atlánticas, mediterráneas y del interior -incluido el desértico sur- y un activo centro comercial (tejidos, cueros, alfombras y objetos de orfebrería) además del principal foco cultural y religioso del país.
         


     Fue fundada por Muley Idris II durante los primeros años del siglo IX en el lugar ocupado actualmente por la “medina”, que sigue conservando su primitivo nombre de Fàs-al-Bali, y desde el principio se desarrollaron dos zonas diferenciadas a ambos márgenes del río ya que tres mil árabes huidos de Túnez se asentaron en la orilla izquierda y ocho mil familias andalusíes expulsadas del califato de Córdoba lo hicieron en la derecha. Los monumentos más importantes de la antigua Fez son las mezquitas llamadas “de los andalusíes”  y Al-Qarawiyyin (o “de los tunecinos”), levantadas ambas en aquellos primeros años y posteriormente reconstruidas en los siglos XII y XIII.
      
    
          De aquella primera época también se conservan la muralla y algunos palacios pero es en la ciudad nueva -la que  se construyó a partir del año 1276- donde se conserva la mejor arquitectura. Hay dos grandes mezquitas y varias “medersas” (escuelas coránicas) como al-Saffârin y Bú-Inâniyya, de estilo hispano-morisco aunque en Fez hay tantas mezquitas que hasta tienen una para que la visiten los infieles; descalzos, eso sí.
    

    Frente a la ciudad vieja (la “medina” Fàs-al-Bali) los mariníes construyeron la ciudad nueva (Fàs-al-Jadid) en el siglo XIII y Fez alcanzó su máximo esplendor con esta dinastía que hizo de la ciudad un centro cultural y comercial capaz de competir con Marrakech. Las dinastías posteriores -saadianos y alauitas- siguieron residiendo en Fez hasta que en 1912 el sultán Muley Hafid firmó el tratado que establecía el protectorado francés en Marruecos y la capital administrativa fue trasladada a Rabat. Como en otras grandes ciudades marroquíes, los arquitectos franceses de principios de siglo impulsaron el desarrollo urbanístico de Fez con la construcción de grandes jardines y bulevares -Avenidas de la Libertad y de los Franceses o los Bulevares de los Saadianos y de  Mohamed V- y que contrastan con las “medersas” (escuelas coránicas) Bou Inania y  Attarine, el santuario de Muley Idris, la Gran Mezquita del siglo XIII, el  Palacio Real o el barrio judío (Mellah) con sus diecisiete sinagogas.
            

        La entrada a Fez por la carretera que nace en Tánger es impresionante porque lo primero que se ve, sobre una colina cercana, son dos inmensos cementerios -el árabe y el judío- vecinos y separados. Como si después de la muerte los hombres continuaran siendo distintos y cada familia de cadáveres siguiese yendo de su esqueleto a sus asuntos. Dos días después -tras haber comido “harira”, “cuscús” y una ensalada tibia de cebollas, berenjenas y pimientos rojos cocidos que es bisabuela de la “escalibada” catalana pero no alcanza la excelencia de nuestro “asadillo manchego”- volví a pensar en la magia de esta ciudad superviviente del siglo XIII hasta que llegaron unos dulces de almendra, los dátiles de las palmeras del desierto y la danza del vientre de una bailarina del restaurante, que me desconcentró.
Aunque lo que hizo que Fez me pareciera a mí una de las ciudades más fascinantes que he conocido en mi vida fue su “medina”. Se accede por la puerta Bab Boujeloud, que parece la entrada principal a un fastuoso palacio de las Mil y una Noches y que, realmente, es un ábrete sésamo a la caverna artesana de la  Edad Media y un viaje a través del tiempo que te obliga a retroceder siete siglos de golpe.


       Nos contó uno de los guías -profesor de Historia de la universidad de Fez- que la “medina” tiene alrededor de cuatrocientos mil habitantes y novecientas calles, que son una versión magrebí del Laberinto griego donde Teseo, Ariadna y el Minotauro tejieron la primera leyenda sobre los triángulos amorosos que tanto juego literario han dado después. A mí me parece imposible de visitar por primera vez sin la ayuda de varios guías para descubrir una mínima parte del misterio que encierra. En la “medina” uno se siente el niño ciego que pretende adentrarse en una tela de araña kilométrica hecha de tejas y adobe. Las callejas son tan estrechas que por ellas no pueden pasar carretillas sino esos burros de raza árabe -bajitos y estrechos, con las alforjas cargadas hasta los topes- y que cuando pasan tienes que refugiarte en los quicios de las puertas.                
    
     Las casas están encaladas en diferentes colores -rosa, amarillo, azul, blanco- y  por todas partes te encuentras callejuelas entoldadas y pasadizos que siempre desembocan en el antiguo imperio de los Omeyas. Hay más de cuarenta calles especializadas en el comercio de mercancías específicas -calle de la seda, del cuero, de las semillas, de los frutos secos, de las flores, de la madera, del cobre, de las alfombras, de los perfumes, de las frutas, de las especias, de la plata, del oro, por citar sólo algunas- y en cada una de ellas se percibe claramente un intenso aroma o un vivo color dominantes y referidos al producto que reina en todos los puestos de la calle.
Especialmente inolvidable fue la visita a la Plaza de los Curtidores, donde dos docenas de hombres -desde niños aún no adolescentes hasta adultos de no más de treinta años, ya viejos y desdentados- trataban las pieles de animales recién desollados sumergiéndolas en unos pozos llenos de un líquido hecho con la mezcla de excrementos de paloma y cal viva, y cuyo penetrante hedor no consiguen soportar muchos de los turistas que intentan atravesarla, atascándose los orificios de la nariz con ramitas frescas de hierbabuena. Valió la pena para entender que aquellos hombres darían gustosamente un brazo por trabajar en cualquier mina  europea de las que están cerrando empezando por las asturianas.

                  
     
         De Fez me traje su recuerdo inolvidable y un par de teteras con una bandeja que compré en un bazar especializado en orfebrería de plata labrada a mano. Y donde pagué sin el menor problema con mi tarjeta Visa, a pesar de que, ya digo, estábamos en el siglo XIII y todavía no se había inventado el plástico. Por eso, seguramente, jamás me llegó el cargo a mi cuenta en el banco. Otros, en cambio, -que iban al grano claramente- se trajeron alfombras donde tumbarse --tan maravillosas como la lámpara de Aladino-- y un frasquito diminuto lleno de esas alitas de mosca africana que dicen que hace milagros con la impotencia.   


 Sergio Coello